domingo, 26 de abril de 2009

El mundo que queda por hacer: Marruecos II.


Lo prometido es deuda; entre post y post sobre política patria y local, quería escribir sobre las impresiones que saqué de mi último viaje: Marruecos.
La foto elegida es la que creo que más define la esencia de la palabra "progreso". Palabra que tanto abunda en boca de cualquier político occidental, y cuyo sentido se ha perdido casi por completo por la banalización de las acciones que a ella se asocian, principalmente por la derecha. Progreso porque eso es justamente lo que se percibe como más necesario en Marruecos, y en general en esos países denominados en vías de desarrollo (estuve en Turquía hace meses y, aunque no son comparables los casos, también se percibía de forma acuciante en algunos barrios y ciudades). Progreso económico, progreso social, progreso cultural, progreso al fin y al cabo como esperanza en un futuro mejor.
Lamentablemente, me temo, ese progreso tardará en llegar a esa gente. Necesitan casi de todo y, lo peor, creo que no saben como hacerlo: no está en su historia reciente, ni en su cultura centenaria, ni en sus modos y maneras... no están rodeados por ejemplos claros -como si lo estuvimos nosotros-, y así han decidido importar los modelos de cartón piedra que ven a través de las miles de antenas parabólicas que coronan cualquier casa de adobe o cualquier chabola, además de a modernos bloques de edificios o lujosos riads. Su Melrose Place particular.
Están creando una sociedad dual que hacen notar y que se nota demasiado: los que tienen y los que no tienen.
La brecha que están abriendo no emboca a buen puerto, y si a una futura conflictividad social. Se notan demasiado los que tienen de todo, al modo occidental -pisos lujosos con enormes plasmas por doquier, coches lujosos de marcas europeas, vestimentas de juveniles revistas occidentales o escaparates como los de las grandes avenidas parisinas o milanesas, y ese aire desenfadado de superioridad con el entorno, casi de indiferencia, de desprecio con los demás mortales marroquíes-; y se nota mucho los que carecen de casi todo -subsisten en sus puestos de venta, en labores textiles o artesanales, en economía primaria de extracción o agricultura a cuenta de los que poseen la tierra, o en la economía sumergida de pura subsistencia, que parece ser enorme-.
Desde el primer día, en el mismo avión, hablando con una chica marroquí muy simpática que vive en Pamplona desde hace diez años, observé ese deseo de separar esos dos países que coinciden en Marruecos: el de la modernidad, que ya ha progresado porque se parece a España, decía ella, y el otro, el que los guiris vamos a visitar, el cutre de las medinas, los carros con burro, las chilabas y babuchas.
Ella, la chica pamplonesa, como se definía -nos dijo que ya era española- inmigrante y trabajando en hostelería, era del primer grupo social, de los que visten a la occidental, se han comprado un apartamento en El Gueliz -el barrio residencial de moda, con alquileres por encima de 700 euros/mes-.
Ella había progresado y los de allí no, porque no querían...
Me sorprendió, pero lo entendí: para triunfar en este mundo, hay que vivir entre los que han triunfado, vestir y comer como ellos, aparentar ser uno de ellos, y mantener a los que no quieren progresar emigrando exactamente como están allí, para que se note. Es muy triste, pero es así, incluso entre los que han conocido ambas caras de la moneda...
Así, me temo que la pátina de progreso, las autovías, las villas de lujo, los bloques de pisos rodeados de jardines entre amplias avenidas o los ZARA, MANGO o CHANNEL que jalonan El Gueliz o Hivernage, no significan que los pobres y humildes que abarrotan la Medina en barrios como Kennaria, Mouassine, el Quartier des tanneurs o la Mellah en busca de unos dirhams de los turistas y viajeros lo puedan hacer algún día.
También es cierto que si eso pasara desaparecería el encanto de lo sencillo, de lo primario, de lo ancestral que aún desprenden esos zocos artesanales, esos barrios laberínticos -me perdí más de una vez- y su sencilla arquitectura, sus ruidos, sus olores o la luz que desprende una ciudad extensa pero baja, sin rascacielos, que es lo que principalmente logra que millones de occidentales aparezcamos por allí a dejarnos algún que otro cuarto.
Pero necesitan esa esperanza de progreso, la de que algún día sus hijos vivirán en un barrio como los de Madrid o París, y trabajarán en una fábrica o en una oficina como esos compatriotas triunfadores que viven en esas ciudades y que varias veces al año vuelven a Marruecos a enseñarles a sus amigos y familiares los frutos de su "triunfo", aunque no les cuenten a costa de qué pueden lucir esa media sonrisa de haber salido de ese agujero.
Eso, también les da esperanza mientras esperan, allí sentados, ofreciéndote el fruto de su trabajo por unos míseros dirhams o, con cara de pillos, camelándote esos mismos dirhams a cambio de embarcarte en esa exótica aventura del regateo que tanto nos gusta contar a la vuelta a la "civilización" y que a ellos tanta gracia les hará al comprobar que, al menos en eso, los del norte no somos más listos que ellos.

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